Mira su reloj. 10 am. Vacía su taza de café y toma lo último que queda de soda en el pequeño vasito de vidrio rayado. Vuelve a mirar su reloj, se acomoda la corbata y sacude las migas de su saco. Deja dos pesos sobre la mesa, levanta su maletín del piso y abandona el bar.
Afuera caen algunas gotas y de la vereda se levanta un vapor que inunda el humor de la gente. Todos parecen apurados pero circulan con lentitud. El kiosco de diarios tiene una clientela importante y se complica mantener la mercadería intacta a pesar de la lluvia. El plástico que cubría cuidadosamente las revistas ahora comienza a volarse y las gotitas que estaban en él depositadas ahora se posan sobre los escandalosos titulares y las abundantes curvas de mujeres famosas, y otras que lo serán pronto. El aire va tiñiendo todo de un gris violáceo y la ropa de la gente baila formando figuras redondeadas en el viento. Varios se amontonan para caminar bajo los toldos y techos de comercios que bordean la vereda, evitando mojar sus trajes. Él prefiere mojarse y circula cómodamente justo del lado del asfalto. Sabe que será un buen día. Hoy va a vender por fin el proyecto en el que viene trabajando hace meses. Llegará húmedo pero a tiempo a su reunión. Está seguro de lo que va a proponer, sabe que su trabajo es impecable, pero igual experimenta esa ansiedad habitual antes de cada reunión.
Por favor, que no tenga. No, por favor.
Entra al edificio y le pide a la recepcionista que lo anuncie.
-¿Quién lo busca?
-Barreda, Mariano.
Desde su vestido de algodón negro, su escote libre de peligro lo alivia y una voz le pide que tome asiento. Se acomoda en un sillón de cuero, del mismo color que el vestido, y comienza a observarse en el espejo que tiene en frente. Algunos pelos han quedado achatados sobre su frente y su remera blanca es transparente en aquellos pequeños sectores que fueron alcanzados por el agua. Se peina, pasando los dedos por sus mechones de pelo (del mismo color que el vestido de la mujer y que el sillón), y hace que el aire circule entre su piel y la tela que esconde su torso, aun joven.
Sus 35 años le dan una presencia firme y segura. Eso atrae la curiosa mirada de reojo de quien detrás del teléfono le sonrie tímidamente mientras lo investiga en detalle. Zapatos brillantes (del mismo color que el vestido, el sillón y su pelo), pantalón de vestir azul oscuro, saco haciendo juego y corbata con una trama bordó y amarilla. Llama la atención la remera escote en V reemplazando la camisa que cualquier hombre llevaría a una cita formal. Pero a él le da un look particular. Y a ella le resulta aún más interesante. Empieza a sentirse impaciente y juega con su corbata. Siente que algunos hombres se pasean cerca de él pero prefiere negarles la mirada. No necesita nada que lo desconcentre en este momento. En los extremos de su visión alcanza a ver una camisa celeste saliendo de una oficina adyacente. Su ansiedad aumenta y sus pies empiezan a moverse con nerviosismo.
Que no sea él, que no sea, que no sea, piensa.
Siente pasos que vienen hacia él desde la derecha. La camisa se acerca al escritorio de la recepcionista y luego de unos segundos regresa a su lugar de procedencia.
Gracias, gracias, no era él.
Espera unos minutos más. Logra fijar su pensamiento en la mejor estrategia para convencer a su cliente, repasa sus argumentos y repite en su interior algunas frases necesarias. La puerta de la derecha vuelve a abrirse y la camisa celeste se asoma.
-Adelante, dice.
Mariano levanta la cabeza y percibe esa masa azul clara haciéndole un ademán con el brazo izquierdo. Respira hondo pero no lo puede evitar, sus piernas empiezan a temblar y sus manos se humedecen: Botones, botones y más botones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario