lunes, 9 de noviembre de 2009
viernes, 6 de noviembre de 2009
Nano - PARTE I
Mira su reloj. 10 am. Vacía su taza de café y toma lo último que queda de soda en el pequeño vasito de vidrio rayado. Vuelve a mirar su reloj, se acomoda la corbata y sacude las migas de su saco. Deja dos pesos sobre la mesa, levanta su maletín del piso y abandona el bar.
Afuera caen algunas gotas y de la vereda se levanta un vapor que inunda el humor de la gente. Todos parecen apurados pero circulan con lentitud. El kiosco de diarios tiene una clientela importante y se complica mantener la mercadería intacta a pesar de la lluvia. El plástico que cubría cuidadosamente las revistas ahora comienza a volarse y las gotitas que estaban en él depositadas ahora se posan sobre los escandalosos titulares y las abundantes curvas de mujeres famosas, y otras que lo serán pronto. El aire va tiñiendo todo de un gris violáceo y la ropa de la gente baila formando figuras redondeadas en el viento. Varios se amontonan para caminar bajo los toldos y techos de comercios que bordean la vereda, evitando mojar sus trajes. Él prefiere mojarse y circula cómodamente justo del lado del asfalto. Sabe que será un buen día. Hoy va a vender por fin el proyecto en el que viene trabajando hace meses. Llegará húmedo pero a tiempo a su reunión. Está seguro de lo que va a proponer, sabe que su trabajo es impecable, pero igual experimenta esa ansiedad habitual antes de cada reunión.
Por favor, que no tenga. No, por favor.
Entra al edificio y le pide a la recepcionista que lo anuncie.
-¿Quién lo busca?
-Barreda, Mariano.
Desde su vestido de algodón negro, su escote libre de peligro lo alivia y una voz le pide que tome asiento. Se acomoda en un sillón de cuero, del mismo color que el vestido, y comienza a observarse en el espejo que tiene en frente. Algunos pelos han quedado achatados sobre su frente y su remera blanca es transparente en aquellos pequeños sectores que fueron alcanzados por el agua. Se peina, pasando los dedos por sus mechones de pelo (del mismo color que el vestido de la mujer y que el sillón), y hace que el aire circule entre su piel y la tela que esconde su torso, aun joven.
Sus 35 años le dan una presencia firme y segura. Eso atrae la curiosa mirada de reojo de quien detrás del teléfono le sonrie tímidamente mientras lo investiga en detalle. Zapatos brillantes (del mismo color que el vestido, el sillón y su pelo), pantalón de vestir azul oscuro, saco haciendo juego y corbata con una trama bordó y amarilla. Llama la atención la remera escote en V reemplazando la camisa que cualquier hombre llevaría a una cita formal. Pero a él le da un look particular. Y a ella le resulta aún más interesante. Empieza a sentirse impaciente y juega con su corbata. Siente que algunos hombres se pasean cerca de él pero prefiere negarles la mirada. No necesita nada que lo desconcentre en este momento. En los extremos de su visión alcanza a ver una camisa celeste saliendo de una oficina adyacente. Su ansiedad aumenta y sus pies empiezan a moverse con nerviosismo.
Que no sea él, que no sea, que no sea, piensa.
Siente pasos que vienen hacia él desde la derecha. La camisa se acerca al escritorio de la recepcionista y luego de unos segundos regresa a su lugar de procedencia.
Gracias, gracias, no era él.
Espera unos minutos más. Logra fijar su pensamiento en la mejor estrategia para convencer a su cliente, repasa sus argumentos y repite en su interior algunas frases necesarias. La puerta de la derecha vuelve a abrirse y la camisa celeste se asoma.
-Adelante, dice.
Mariano levanta la cabeza y percibe esa masa azul clara haciéndole un ademán con el brazo izquierdo. Respira hondo pero no lo puede evitar, sus piernas empiezan a temblar y sus manos se humedecen: Botones, botones y más botones.
Afuera caen algunas gotas y de la vereda se levanta un vapor que inunda el humor de la gente. Todos parecen apurados pero circulan con lentitud. El kiosco de diarios tiene una clientela importante y se complica mantener la mercadería intacta a pesar de la lluvia. El plástico que cubría cuidadosamente las revistas ahora comienza a volarse y las gotitas que estaban en él depositadas ahora se posan sobre los escandalosos titulares y las abundantes curvas de mujeres famosas, y otras que lo serán pronto. El aire va tiñiendo todo de un gris violáceo y la ropa de la gente baila formando figuras redondeadas en el viento. Varios se amontonan para caminar bajo los toldos y techos de comercios que bordean la vereda, evitando mojar sus trajes. Él prefiere mojarse y circula cómodamente justo del lado del asfalto. Sabe que será un buen día. Hoy va a vender por fin el proyecto en el que viene trabajando hace meses. Llegará húmedo pero a tiempo a su reunión. Está seguro de lo que va a proponer, sabe que su trabajo es impecable, pero igual experimenta esa ansiedad habitual antes de cada reunión.
Por favor, que no tenga. No, por favor.
Entra al edificio y le pide a la recepcionista que lo anuncie.
-¿Quién lo busca?
-Barreda, Mariano.
Desde su vestido de algodón negro, su escote libre de peligro lo alivia y una voz le pide que tome asiento. Se acomoda en un sillón de cuero, del mismo color que el vestido, y comienza a observarse en el espejo que tiene en frente. Algunos pelos han quedado achatados sobre su frente y su remera blanca es transparente en aquellos pequeños sectores que fueron alcanzados por el agua. Se peina, pasando los dedos por sus mechones de pelo (del mismo color que el vestido de la mujer y que el sillón), y hace que el aire circule entre su piel y la tela que esconde su torso, aun joven.
Sus 35 años le dan una presencia firme y segura. Eso atrae la curiosa mirada de reojo de quien detrás del teléfono le sonrie tímidamente mientras lo investiga en detalle. Zapatos brillantes (del mismo color que el vestido, el sillón y su pelo), pantalón de vestir azul oscuro, saco haciendo juego y corbata con una trama bordó y amarilla. Llama la atención la remera escote en V reemplazando la camisa que cualquier hombre llevaría a una cita formal. Pero a él le da un look particular. Y a ella le resulta aún más interesante. Empieza a sentirse impaciente y juega con su corbata. Siente que algunos hombres se pasean cerca de él pero prefiere negarles la mirada. No necesita nada que lo desconcentre en este momento. En los extremos de su visión alcanza a ver una camisa celeste saliendo de una oficina adyacente. Su ansiedad aumenta y sus pies empiezan a moverse con nerviosismo.
Que no sea él, que no sea, que no sea, piensa.
Siente pasos que vienen hacia él desde la derecha. La camisa se acerca al escritorio de la recepcionista y luego de unos segundos regresa a su lugar de procedencia.
Gracias, gracias, no era él.
Espera unos minutos más. Logra fijar su pensamiento en la mejor estrategia para convencer a su cliente, repasa sus argumentos y repite en su interior algunas frases necesarias. La puerta de la derecha vuelve a abrirse y la camisa celeste se asoma.
-Adelante, dice.
Mariano levanta la cabeza y percibe esa masa azul clara haciéndole un ademán con el brazo izquierdo. Respira hondo pero no lo puede evitar, sus piernas empiezan a temblar y sus manos se humedecen: Botones, botones y más botones.
jueves, 5 de noviembre de 2009
Nano - PARTE II
Hay un portazo detrás de él y ahora está encerrado con la bestia. No lo incomoda la personalidad del Sr. Lopez. Es un señor unos 15 años mayor que él, estatura media, regordete. Sus cachetes colorados brillan cada vez que sonríe con simpatía. Se está quedando pelado. Su cabeza también brilla. Pero lo que más brilla son los doce botones que tiene su camisa. Seis al frente, dos en cada puño, y dos debajo del cuello, uno escondido a cada lado. Pero él igual los ve. Son de plástico. Celestes. Asquerosos. A Mariano le falta el aire.
Proyecto, concentrate, miralo a la cara.
Cada vez que el Sr. Lopez se expresa con las manos, Mariano intenta mirar para otro lado, no quiere botones que lo distraigan.
Botones no, broches, prefiere llamarlos.
No puede ni escuchar esa palabra. Ni siquiera en su mente.
Recuerda esa vez que se fue a Brasil con una mujer. Ella sí que era especial. Tuvieron una semana intensa y romántica. Hasta que un día logró sacar lo peor de él. Repetía una y otra vez que había que darle propina al..."empleado del hotel" (ustedes sabrán cómo el nombre de quien está en la entrada, abre las puertas de los autos, ayuda con las valijas y suele usar guantes blancos). Que había sido tan amable el "empleado". Que iba a llamar al "empleado", para que le llevara el equipaje. Etc., etc., etc.
Él emanaba calor, violencia brotaba de su interior, transpiraba. Cada vez que ella hablaba, sentía muchas ganas de taparle la boca. Quizá meterle algún objeto como tapón. Y hasta quizá pegarle. Y la quinta vez que ella dijo la palabra prohibida, aunque refiriera a algo diferente de aquellos "broches" que tanto rechazo le causaban, Mariano sintió naúseas y tuvo que correr al baño a expulsar de su cuerpo el delicioso desayuno que habían disfrutado media hora antes.
Sabía que su miedo era injustificado, pero era también inevitable, desmedido y perturbante. No recordaba cuándo apareció por primera vez. Para él, era desde siempre. Su madre tenía que reemplazar todos los "broches" por velcros, cierres o simplemente removerlos. Su padre había muerto cuando él solo tenía cuatro años, así que no recuerda haber tenido que lidiar con la visión de camisas plagadas de "broches". Sus dos hermanas eran mujeres y era fácil elegir prendas sin estos objetos repugnantes. En la escuela todos estaban al tanto de este problema, por lo que evitaban disparar estos ataques de pánico, pero no faltó ocasión para hacer bromas al respecto y para que Mariano reaccionara con sus correspondientes brotes nerviosos.
Su cabeza está ida. Sus ojos recorren toda la oficina en busca de una ventana que deje ver el horizonte. Pero eso nunca pasa en Microcentro. La náusea está de vuelta. El Sr. Lopez interrumpe la reunión para atender su celular y comienza a hablar como si nada. Sonrie, se pasea por la habitación. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Su panza abultada aumenta el malestar de Mariano. No puede sostener la situación. Ya su cabeza está bloqueada. Su cuerpo tiembla. Tiene frío. Tiene calor. Siente fiebre. Su visión se oscurece, igual que el cielo afuera. Y todo el café que le sirvieron en el bar de la esquina sale de su garganta, revuelto sobre la alfombra beige. El Sr. Lopez deja caer su teléfono justo al lado del charco marrón y lo mira perplejo. Mariano levanta la mirada y ahí está, cerca y filoso, el brillo de un botón. El Sr. Lopez intenta ayudar pero él sale corriendo. No puede volver a ese lugar. Otra vez lo arruinó todo.
Proyecto, concentrate, miralo a la cara.
Cada vez que el Sr. Lopez se expresa con las manos, Mariano intenta mirar para otro lado, no quiere botones que lo distraigan.
Botones no, broches, prefiere llamarlos.
No puede ni escuchar esa palabra. Ni siquiera en su mente.
Recuerda esa vez que se fue a Brasil con una mujer. Ella sí que era especial. Tuvieron una semana intensa y romántica. Hasta que un día logró sacar lo peor de él. Repetía una y otra vez que había que darle propina al..."empleado del hotel" (ustedes sabrán cómo el nombre de quien está en la entrada, abre las puertas de los autos, ayuda con las valijas y suele usar guantes blancos). Que había sido tan amable el "empleado". Que iba a llamar al "empleado", para que le llevara el equipaje. Etc., etc., etc.
Él emanaba calor, violencia brotaba de su interior, transpiraba. Cada vez que ella hablaba, sentía muchas ganas de taparle la boca. Quizá meterle algún objeto como tapón. Y hasta quizá pegarle. Y la quinta vez que ella dijo la palabra prohibida, aunque refiriera a algo diferente de aquellos "broches" que tanto rechazo le causaban, Mariano sintió naúseas y tuvo que correr al baño a expulsar de su cuerpo el delicioso desayuno que habían disfrutado media hora antes.
Sabía que su miedo era injustificado, pero era también inevitable, desmedido y perturbante. No recordaba cuándo apareció por primera vez. Para él, era desde siempre. Su madre tenía que reemplazar todos los "broches" por velcros, cierres o simplemente removerlos. Su padre había muerto cuando él solo tenía cuatro años, así que no recuerda haber tenido que lidiar con la visión de camisas plagadas de "broches". Sus dos hermanas eran mujeres y era fácil elegir prendas sin estos objetos repugnantes. En la escuela todos estaban al tanto de este problema, por lo que evitaban disparar estos ataques de pánico, pero no faltó ocasión para hacer bromas al respecto y para que Mariano reaccionara con sus correspondientes brotes nerviosos.
Su cabeza está ida. Sus ojos recorren toda la oficina en busca de una ventana que deje ver el horizonte. Pero eso nunca pasa en Microcentro. La náusea está de vuelta. El Sr. Lopez interrumpe la reunión para atender su celular y comienza a hablar como si nada. Sonrie, se pasea por la habitación. De izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Su panza abultada aumenta el malestar de Mariano. No puede sostener la situación. Ya su cabeza está bloqueada. Su cuerpo tiembla. Tiene frío. Tiene calor. Siente fiebre. Su visión se oscurece, igual que el cielo afuera. Y todo el café que le sirvieron en el bar de la esquina sale de su garganta, revuelto sobre la alfombra beige. El Sr. Lopez deja caer su teléfono justo al lado del charco marrón y lo mira perplejo. Mariano levanta la mirada y ahí está, cerca y filoso, el brillo de un botón. El Sr. Lopez intenta ayudar pero él sale corriendo. No puede volver a ese lugar. Otra vez lo arruinó todo.
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